Escritora
España, martes, 20 de mayo del 2014
Cañete soltó el exabrupto y media
España se llevó las manos a la cabeza. La ofensa clamaba al cielo y las
críticas han basculado entre la incredulidad y la lapidación pública.
Sus declaraciones son insoportables, que el PP ampare a su candidato es
repugnante. Pero criticar a Cañete es fácil. Su machismo es
meridiano, inapelable, de una contundencia que no sabe de disimulos.
Pero no siempre es así. Demasiado a menudo la humillación es mucho más
sutil. Una ofensa tejida de comentarios despectivos, de opiniones no
tenidas en cuenta, de procedimientos y métodos nacidos de la
testosterona, de liderazgos afianzados en la imposición que desprecian
la empatía. El machismo se presenta en un exabrupto, pero también cuando
una mujer es tratada con especial condescendencia o se le alza la voz o
se la reprende como a un niño. Lo que en un hombre se alaba como
personalidad propia, a menudo se degrada a inestabilidad en una mujer.
Él es un genio inclasificable. Ella está loca de atar.
Los
diferentes grados de machismo se expresan en nuestra sociedad como una
suerte de diana. En sus círculos más amplios, la superioridad moral y la
mofa. Un velo tan etéreo y subjetivo que resulta muy difícil de
combatir. A medida que las órbitas se reducen, el ataque resulta más
certero, más dañino. El centro mata. Del desprecio a la puñalada median
toneladas de rabia e impotencia. Pero nacen del mismo germen.