Decir siempre la verdad es bueno para la
reputación y peligroso para una carrera. Mentir es un arte, y la vida
profesional un campo fértil para su cultivo.
Primero florece una mentirita, que es
percibida y aceptada como una metáfora. Todo el mundo sabe que la frase “Se me
pinchó la llanta” no siempre quiere decir exactamente eso. Y, si “Fui a un
velorio” fuese siempre cierto, Brasil ya estaría despoblado. Estas son
mentiritas inocentes que evitan explicaciones muchas veces embarazosas y, casi
siempre, inútiles.
Después viene la mentira útil. Ella es usada
cuando decir la verdad no ayuda y puede atraparnos: “Bonita corbata jefe”, por
ejemplo. ¿Por qué no decir que aquellos diseños rojos sobre un fondo
amarillo-diarrea parecen amebas en celo? Cuando alguien me dice “Excelente memorando”,
yo me quedo aliviado porque sé que no existen memorandos excelentes: o son
prácticos o son confusos, nada más.
El siguiente nivel es el de la mentira
elaborada. Al contrario de sus antecesoras, esta tiene reglas:
_ La verdad es muy
complicada.
_ Nadie saldrá perjudicado._ La posibilidad de que la verdad salga a la luz es casi nula.
La aplicación práctica: en la frase “estuve
en Fortaleza investigando el mercado”, el tramo “Estuve en Fortaleza” es
cierto. Ahora, “investigando el mercado” puede hasta tener una verdad
comprobada por coartadas burocráticas como facturas, boletas, cuentas de hotel
y restaurantes, pero lo que fue realmente “investigado” queda solo entre él,
ella y las dunas.
Eso sí: la peor de todas las mentiras es
aquella que es descubierta. Hace unos meses, participé de un interrogatorio que
me hacía recordar la Santa Inquisición. El reo era un colega de hace años, un
benefactor que hacía donaciones generosas a nombre de la empresa.
Solo que la limosna era mucha y el santo desconfió.
El beneficiario de tanta caridad parecía ser el propio caritativo.
Mi colega era de aquellos que jamás olvida la
regla número uno del arte de mentir: “Niegue”. En su caso, ya era una negación
de la realidad. Faltaba poco para que él sea tragado por el sistema y se
reencarne en uno de esos currículos que vagan por ahí, pero le quedaba la
compostura de los caraduras. Hace una semana, él me llamó. Había conseguido
construir una historia brillante, que explicaba todo, sin dejar ninguna cosa
suelta y quería mi ayuda para esclarecer los hechos de una vez por todas. ¿Yo?
De repente, me puedo convertir en cómplice. Al final, la vida profesional es
una caña de pescar, y sé en cual de los dos extremos quiero estar.
Extraido de Revista G de Gestión
Máximas de Max, por Max Gheringer