lunes, 23 de febrero de 2015

Primer Nobu

Por Salvador Sostres

El sábado por la noche llevé a mi hija a su primer Nobu, en Park Lane, Londres, como hicieron mis padres en 2001. Yo tenía 26 años, mi hija en octubre cumplirá 4. Hay que ir a los restaurantes. Hay que llevar a los hijos a los restaurantes, de bien pequeños, del mismo modo y con el mismo espíritu y la misma exigencia que se les lleva al colegio. Naturalmente hay que estar dispuesto a marcharse si el niño se cruza y hace cosas que pueden molestar a los demás comensales.

Mi primer restaurante fue Via Veneto, a los 5 años, cuando mis padres decidieron incorporarme a la celebración de su aniversario de boda. Recuerdo muy bien aquella noche. Accedí a un sistema de fascinaciones que desde entonces ha sido el mío. Aprendí el funcionamiento de la gran maquinaria de la felicidad y la alegría. Quien sabe comportarse en un restaurante sabe comportarse en cualquier parte. Si no sabes qué cubierto coger no puedes considerarte una persona civilizada. ¿Y esa gente que hace ruidos para llamar la atención de los camareros?

A mi hija le expliqué algunos días antes quién es Nobu y convertimos el restaurante en un cuento. Cuando llegó todo le resultaba excitante, de un lado, y del otro extrañamente familiar aunque nunca había estado. Teníamos algunos platos pensados para ella que fueron los que menos funcionaron, y de otros que creíamos que no iban a gustarle dio cuenta de un modo ejemplar, como los tacos de langosta y las gambas al caviar.

Pero lo que sobre todo le gustó fue el ambiente, la diligencia de los camareros, el variado colorido de los demás clientes. Estuvo atenta a todo durante dos horas, y eso que normalmente no aguanta más de 45 minutos quieta en ninguna parte. El servicio fue magnífico con ella, pero nunca se dejó tratar como una niña y pedía las cosas por favor con su inglés incipiente.

Cuando nos marchábamos, dos mesas nos pararon para felicitarla por lo bien que se había portado. Mi esposa y yo, ya en el taxi, la abrazamos y la besamos, y le explicamos lo orgullosos que estamos de ella. Al llegar al hotel, y por primera noche en su vida, no quiso el biberón de antes de acostarse porque "ya soy una niña mayor".

La mejor herencia que dejamos a nuestros hijos es el profundo amor para que crezcan seguros de sí mismos; y ese principio de civilización que está en los restaurantes, en los grandes hoteles y en las iglesias, y que marca la diferencia con la barbarie.

Hay gente -gente, gente- que cree que educar es enseñar a los hijos a dormir al raso, a viajar a países que son el museo del drama humano, y a desenvolverse en la cochambre. Yo no sólo discrepo de ellos, sino que les profeso un especial desprecio. El lujo educa, como la excelencia. No un lujo caprichoso, cuantitativo y estéril como la turba cuando reclama derechos sin cumplir ni uno solo de sus deberes. Hablo del lujo que exige, que reclama, que te interpela; el que nace de la curiosidad, de la cultura, de la inteligencia, de la fe de nuestros padres y de aquello sublime que conocieron y que nos traspasan como una demostración más de su amor.

Hablo del lujo que genera expectación, expectativas, el lujo cuando es el resumen de lo que esperas de la vida. El lujo que nos ayuda a concretar nuestro deseo de mundo mejor y que da sentido y destino al dinero ganado con tu esfuerzo.

El mundo es vertical y jerárquico, por mucho que a la izquierda le moleste. Y siempre es de arriba a abajo. Nunca al revés. Nunca. Quien ha sido educado en Via Veneto o en Nobu podrá apreciar -cuando los haya-los destellos de talento o de calidad que a veces se ocultan en el vertedero. Quien ha sido educado en la alegría y la generosidad de la derecha, del conservadurismo y de la economía de mercado, puede con gran facilidad hallar compasión para ayudar a los incapaces y a los equivocados, y nunca está de más recordar, porque siempre se olvida, que son los empresarios, y sólo los empresarios, los que pagan los supuestos derechos de los empleados.

Es en cambio muy difícil, y muy extraño -aunque imposible no hay nada- que quien ha sido educado en la bolsa de basura -y no por necesidad, sino por ideología- entienda el mecanismo de un gran restaurante, la civilización que representa, el poder de su metáfora. Es muy, muy complicado -aunque la gracia de Dios opera a veces en los rincones más insospechados- que del resentimiento con el que la izquierda educa a sus hijos florezcan corazones generosos, almas que comprendan la piedad y verdaderamente compasivas.

Hay que llevar a los niños a los restaurantes. Hay que educarles en la exigencia y la tensión, recordándoles a cada instante lo mucho que esperamos de ellos. Hay que educarles en la alegría y la esperanza, en la lección fundamental de que el mundo es una pasada; en la fascinación y el respeto sagrado por la belleza, en la tenacidad con la que habrán de luchar para alcanzar la maravilla y poder regodearse en ella.

Mi hija tuvo el sábado su primer Nobu. Hay una idea de la idea que va tomando cuerpo. Hay una civilización que también empieza a escribirse a través de ella. "Todos en esta mesa queremos decirte que eres una niña fantástica", le dijo uno de los clientes que quiso felicitarla.

Y hoy lleva toda la mañana preguntándonos cuándo volveremos a "su" restaurante. Ésta es otra historia, seguramente más larga.

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