Por Salvador Sostres
El sábado por la noche llevé a mi hija a su primer Nobu, en Park Lane,
Londres, como hicieron mis padres en 2001. Yo tenía 26 años, mi hija en
octubre cumplirá 4. Hay que ir a los restaurantes. Hay que llevar a los
hijos a los restaurantes, de bien pequeños, del mismo modo y con el
mismo espíritu y la misma exigencia que se les lleva al colegio.
Naturalmente hay que estar dispuesto a marcharse si el niño se cruza y
hace cosas que pueden molestar a los demás comensales.
Mi
primer restaurante fue Via Veneto, a los 5 años, cuando mis padres
decidieron incorporarme a la celebración de su aniversario de boda.
Recuerdo muy bien aquella noche. Accedí a un sistema de fascinaciones
que desde entonces ha sido el mío. Aprendí el funcionamiento de la gran
maquinaria de la felicidad y la alegría. Quien sabe comportarse en un
restaurante sabe comportarse en cualquier parte. Si no sabes qué
cubierto coger no puedes considerarte una persona civilizada. ¿Y esa
gente que hace ruidos para llamar la atención de los camareros?
A mi hija le expliqué algunos días antes quién es Nobu y convertimos el
restaurante en un cuento. Cuando llegó todo le resultaba excitante, de
un lado, y del otro extrañamente familiar aunque nunca había estado.
Teníamos algunos platos pensados para ella que fueron los que menos
funcionaron, y de otros que creíamos que no iban a gustarle dio cuenta
de un modo ejemplar, como los tacos de langosta y las gambas al caviar.
Pero lo que sobre todo le gustó fue el ambiente, la diligencia de los
camareros, el variado colorido de los demás clientes. Estuvo atenta a
todo durante dos horas, y eso que normalmente no aguanta más de 45
minutos quieta en ninguna parte. El servicio fue magnífico con ella,
pero nunca se dejó tratar como una niña y pedía las cosas por favor con
su inglés incipiente.
Cuando nos marchábamos, dos mesas nos
pararon para felicitarla por lo bien que se había portado. Mi esposa y
yo, ya en el taxi, la abrazamos y la besamos, y le explicamos lo
orgullosos que estamos de ella. Al llegar al hotel, y por primera noche
en su vida, no quiso el biberón de antes de acostarse porque "ya soy una
niña mayor".
La mejor herencia que dejamos a nuestros hijos es
el profundo amor para que crezcan seguros de sí mismos; y ese principio
de civilización que está en los restaurantes, en los grandes hoteles y
en las iglesias, y que marca la diferencia con la barbarie.
Hay
gente -gente, gente- que cree que educar es enseñar a los hijos a
dormir al raso, a viajar a países que son el museo del drama humano, y a
desenvolverse en la cochambre. Yo no sólo discrepo de ellos, sino que
les profeso un especial desprecio. El lujo educa, como la excelencia. No
un lujo caprichoso, cuantitativo y estéril como la turba cuando reclama
derechos sin cumplir ni uno solo de sus deberes. Hablo del lujo que
exige, que reclama, que te interpela; el que nace de la curiosidad, de
la cultura, de la inteligencia, de la fe de nuestros padres y de aquello
sublime que conocieron y que nos traspasan como una demostración más de
su amor.
Hablo del lujo que genera expectación, expectativas,
el lujo cuando es el resumen de lo que esperas de la vida. El lujo que
nos ayuda a concretar nuestro deseo de mundo mejor y que da sentido y
destino al dinero ganado con tu esfuerzo.
El mundo es vertical
y jerárquico, por mucho que a la izquierda le moleste. Y siempre es de
arriba a abajo. Nunca al revés. Nunca. Quien ha sido educado en Via
Veneto o en Nobu podrá apreciar -cuando los haya-los destellos de
talento o de calidad que a veces se ocultan en el vertedero. Quien ha
sido educado en la alegría y la generosidad de la derecha, del
conservadurismo y de la economía de mercado, puede con gran facilidad
hallar compasión para ayudar a los incapaces y a los equivocados, y
nunca está de más recordar, porque siempre se olvida, que son los
empresarios, y sólo los empresarios, los que pagan los supuestos
derechos de los empleados.
Es en cambio muy difícil, y muy
extraño -aunque imposible no hay nada- que quien ha sido educado en la
bolsa de basura -y no por necesidad, sino por ideología- entienda el
mecanismo de un gran restaurante, la civilización que representa, el
poder de su metáfora. Es muy, muy complicado -aunque la gracia de Dios
opera a veces en los rincones más insospechados- que del resentimiento
con el que la izquierda educa a sus hijos florezcan corazones generosos,
almas que comprendan la piedad y verdaderamente compasivas.
Hay que llevar a los niños a los restaurantes. Hay que educarles en la
exigencia y la tensión, recordándoles a cada instante lo mucho que
esperamos de ellos. Hay que educarles en la alegría y la esperanza, en
la lección fundamental de que el mundo es una pasada; en la fascinación y
el respeto sagrado por la belleza, en la tenacidad con la que habrán de
luchar para alcanzar la maravilla y poder regodearse en ella.
Mi hija tuvo el sábado su primer Nobu. Hay una idea de la idea que va
tomando cuerpo. Hay una civilización que también empieza a escribirse a
través de ella. "Todos en esta mesa queremos decirte que eres una niña
fantástica", le dijo uno de los clientes que quiso felicitarla.
Y hoy lleva toda la mañana preguntándonos cuándo volveremos a "su" restaurante. Ésta es otra historia, seguramente más larga.
Gran parte de las dificultades por las que atraviesa el mundo se debe a que los ignorantes están completamente seguros, y los inteligentes llenos de dudas.
lunes, 23 de febrero de 2015
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