domingo, 3 de agosto de 2014

Un paso en falso

Por FLORENCE THOMAS - 31 DE JULIO 2014 - 00:01

Un paseo ecológico en las montañas de Tenjo, un paso en falso y una verdadera caída. Para una anatomía de séptimo piso (tengo 71 años) el resultado es un cuadro muy revelador de nuestra frágil existencia. Una fractura del húmero y cinco puntos de sutura en la frente, me diagnostica una joven residente en el Hospital de Tenjo. Y de repente mi mundo cambia. Operación, fisioterapias diarias y ejercicios cotidianos. También la imposibilidad de bañarme sola, de vestirme o de pelar una papaya. En cuanto al teclado del computador, con una sola mano: una verdadera proeza. En resumen, una escuela de paciencia y resignación para una mujer que ha hecho de la independencia su diario vivir.

Sí, mis nociones de libertad e independencia, tan filosóficamente ancladas en mis valores, se vienen al piso y me golpean con la misma intensidad con la cual mi cuerpo cayó al precipicio. Y, por supuesto, me hago preguntas. No sobre el sistema de salud que me atendió como atiende a la mujer privilegiada que soy en este país, sino con esa particular manera que tenemos las mujeres de relacionarnos con los oficios domésticos y los pequeños actos de la vida cotidiana. Todas estas actividades a primera vista eran insignificantes; no entraban en los cálculos economicistas del PIB de una nación.

De hecho, durante muchos años no hacían parte de lo que se llama hoy la economía del cuidado porque solo eran constitutivas de la estética de la vida. Hoy, y después de esta catástrofe doméstica, me parecen de extraordinaria relevancia para que la vida fluya sin que nos demos casi cuenta. Una verdadera cultura femenina que se define por múltiples gestos y prácticas.

Y todo ese dispositivo de múltiples gestos y pequeños saberes necesita, para concretarse, los complejos movimientos de las manos en concordancia con esta compleja ingeniería corporal, en mi caso: manos, muñecas, antebrazos, brazos, y hombros. Y es así como en las tres primeras semanas del posoperatorio, cada vez que debía prepararme el desayuno, sin hablar de bañarme, vestirme y tender mi cama, yo entraba en estado de postración y rabia. Por supuesto, es la impaciencia de la cual no logro deshacerme. Y uno calma la rabia con los chistes de las amigas. ¿Y quién dijo que los deportes son buenos para la salud?

Pero, bueno, todo no es negativo porque, cuando a uno le pasa un accidente de estos, cosecha lo que a menudo ha sembrado durante muchos años: una red de amigas incondicionales, que están ahí para suplir lo que se había vuelto difícil de realizar. Sí, las amigas; en esta ciudad de difícil movilidad, de picos y placas, que siempre esté una de ellas cuando uno las necesita es el milagro de la amistad. Es también de alguna manera el milagro de un país como Colombia, de una solidaridad a menudo implícita construida entre las mujeres. Porque ellas saben: esta vida tan cotidiana, llena de pequeños gestos, está inscrita en sus cuerpos; no hay que explicarles. Tengo dos hijos hombres, también absolutamente solidarios conmigo; sin embargo, a ellos hay que explicarles. No sé: ustedes me dirán que estoy naturalizando el hecho de ser mujer. Pues no. Sé que esto ha sido construido durante siglos y que no se trata de una naturaleza femenina. Un hombre puede, evidentemente, promover esta cultura del cuidado de la vida cotidiana. Lo sé. Solo que, a propósito de lo que estoy viviendo en estos días, vuelvo a descubrir que es importante asignar valor ético a todas estas tareas mal llamadas femeninas, reconociéndoles la dignidad de prácticas sociales llenas de sentido para la vida, para la proximidad de los otros, de las otras, para la economía, la cultura, la política y para el nacimiento de nuevas subjetividades.

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