Por Ricardo Menéndez Salmón
En una entrevista concedida a un diario español con motivo de la
publicación de su última novela, Libertad, Jonathan Franzen reflexionaba acerca
de los poderes de la ficción:
“Hay quienes sostienen que la no ficción nos da todo lo que la novela
puede dar, así que ya no necesitamos novelas, pero hay ciertas cosas que la
ficción hace mejor que ningún otro medio. El acceso a la vida interior de otras
personas, con toda esta riqueza de gradaciones, es algo que sólo la ficción
puede dar. La necesidad de presentar puntos de vista que no son los tuyos hace
que uno deba abandonar cualquier absoluto moral. Así que la complejidad moral
es una especie de segunda piel para un escritor de ficción».
Imposible leer estas líneas sin pensar en Dostoievski o Tolstói, en su
capacidad para desplegar en sus novelas el universo de la acción y de la razón
humana, con sus anhelos, fracasos y triunfos. La lección de la literatura
decimonónica acaso radique en negar cualquier prerrogativa absoluta, cualquier
tentación de hablar desde una verdad consagrada y única, para mostrarnos en
todo su dramatismo la aventura del sujeto que goza y padece. Cuando en Los
hermanos Karamazov Dostoievski es capaz de justificar el ateísmo y la fe en el
mismo capítulo; cuando en Guerra y paz Tolstói es capaz de defender la
revolución y el orden en la misma escena, asistimos a esa «simpatía liberal»
que Jane Smiley define como sustrato de toda gran novela. El novelista es un dios
que domina el conjunto de resortes secretos de la narración, pero que contempla
a sus criaturas con idéntico desdén y con idéntica ternura. No hay un foco
único de la verdad. La vida no admite ser reducida a nada que no sea ella
misma.
Para quienes nacimos a comienzos de los años setenta del pasado siglo,
la caída del Muro, de la que el próximo 9 de noviembre se cumplirán veinticinco
años, supuso el despertar a la evidencia de que el rocín de la Historia, ese
que Maiakovski insistía en que había que espolear hasta que reventara, nunca
duerme. Puede parecer ausente, distraído, negligente, pero sólo está reponiendo
fuerzas.
Como muchas otras personas de mi generación, me formé, más o menos
inconscientemente, con el mapa no sólo físico de una Europa dividida en dos
bloques, dos mentalidades, dos sentimentalidades. Telón de Acero, Pacto de
Varsovia o Guerra Fría eran marbetes que se encarnaban en arquitecturas
colosales, caracteres cirílicos, materiales pesados y peligrosos.
Soy consciente de haber crecido con una serie de estampas indelebles de
aquel periodo: las novelas de John le Carré, la tragedia de Chernóbil, los
desfiles en la Plaza Roja, el boicot a los Juegos Olímpicos de Moscú y Los
Ángeles, la carrera espacial, el escalofrío atómico, nombres tan aparentemente
alejados entre sí como Marita Koch o Mijaíl Gorbachov.
El epicentro de aquel divorcio estaba situado en Alemania. Berlín
marcaba las dos direcciones de un mundo fragmentado, que la herencia de la
Segunda Guerra Mundial se había cobrado en forma de división del Tercer Reich.
La raya trazada por políticos y militares quiso que Dresde, la perla del Elba,
la ciudad que vivió la vergüenza de las masacres aliadas de febrero del año 45,
la cuna de la Oda a la alegría de Schiller, quedara del lado del Este.
Hasta la fecha, había leído tres obras con Dresde como escenario:
Matadero cinco, la pieza de Kurt Vonnegut a propósito de las andanzas del
soldado Pilgrim; La niñez defendida, extraordinaria novela de Martin Walser que
narra las vicisitudes de Alfred Dorn, un hombre absurdo escindido entre las dos
Alemanias; y Sobre la historia natural de la destrucción, el ejemplar ensayo de
W. G. Sebald, uno de los documentos más impresionantes jamás escritos acerca
del difícil equilibrio entre lo que significa ser víctima y verdugo.
Dresde es la protagonista absoluta de La Torre, novela con la que Uwe
Tellkamp ha querido fijar para aqueos y troyanos, para los que entonces
vivíamos aquí y para los que entonces vivían allí, lo que significó la
República Democrática Alemana, ese «país desaparecido». Su esfuerzo, cifrado en
un texto con aroma a clásico, merece ser correspondido con generosidad similar
como lectores. Porque la magnitud casi manniana de la obra y el elenco de
decenas de personajes que la pueblan, no debe retraer a quien se acerque a esta
novela.
Tellkamp ha escrito un libro muy importante. Y lo ha hecho con ambición
y orgullo, dando la voz a todos. Mostrando las contradicciones de un sistema
que se encarnó en una realidad perversa, pero también la confianza y la
valentía de hombres y mujeres que vivieron sin renunciar a todo aquello que nos
hace humanos: cultura, altruismo, afectos, ese esbozo del futuro del que
Henselmann escribía con indisimulado orgullo a la autora de la mítica novela
Franziska Linkerhand, quizá el más ambicioso intento de la literatura producida
en la República Democrática Alemana antes de la caída del Muro por conquistar
esa «simpatía liberal» sancionada por Smiley.
En la novela de Tellkamp hablan los adolescentes, los padres de
familia, los artistas, la nomenclatura y los disidentes. Hay espacio para el
humor, para el amor, para la política. Se siente el dolor por lo perdido y la
añoranza por lo desconocido. Se admira el esfuerzo cotidiano por respirar donde
no hay aire, y los medios de que se sirve la inteligencia para no morir. Pues
como apunta Meno Rohde, quizá el más inolvidable personaje de la novela:
«Habría que reflexionar sobre si lo bueno que está escrito en las banderas vale
lo malo que empieza a costar».
La actual desconfianza hacia la ficción, a la que Franzen aludía en sus
palabras, nace acaso de la prevención ante una realidad que se ha vuelto
clandestina. Pero cuando la ficción se hace mayor, como en el caso de la novela
de Tellkamp, resuena en nuestros oídos el homenaje que Onetti rindió a su
maestro Faulkner: «Lo que admiro en él es su afán por decirlo todo, aunque sea
imposible». Porque ese perpetuo fracaso que es la literatura, empeñada en
cifrar la inabarcable vastedad del mundo, halla a veces, en la paradoja de su
insuficiencia, su mayor dignidad.
«Como artista yo lucho por mi arte en el partido, con el partido y
dentro del partido. Para mí se trata, simplemente, de generar un nuevo
contratista. El anterior ya no me interesa. Está de más concebir esperanzas
sobre cualquier otra cosa. Esta es mi manera, bien sencilla, de ver las luchas
de este tiempo.
En el Oeste está aumentando, dentro de una clase intelectual muy concreta,
la comprensión de los procesos históricos. La juventud, sobre todo, está
abandonando el pensamiento estático y se resiste a ser manipulada. Para mí es
una alegría que sean siempre los de más talento quienes reaccionen así. Queda
por ver, y esa es una cuestión decisiva, si somos capaces de ofrecerles
respuestas satisfactorias.
Nuestra fascinación se basa sobre todo en el esbozo del futuro».
Fragmento de una carta del arquitecto Hermann Henselmann a la escritora
Brigitte Reimann, 1 de marzo de 1966.
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