lunes, 27 de abril de 2015

Las olvidadas

Por Martin Sotelo
ABC.es

Hace unos días, ordenando el cuarto, me topé con ellas, las olvidadas, esas novelas que, por primerizas, acabaron condenadas al sueño eterno de los cajones. Allí estaba, bajo una pila de cuadernos, agendas y papelajos, Creyendo ser yo o el vacío, sin encuadernar, pero entera. La empecé a leer y la dejé, avergonzado. En los cuadernos, a lápiz, descubrí la inmediatamente posterior, Trapos, y que no recordaba que hubiese encuadernado nunca. Pero allí estaba, encuadernada en dos volúmenes, también entera. La empecé a leer y hubo partes que no me disgustaron, pero, como me pasó con la otra, en cuanto tropecé con partes más sonrojantes abandoné su lectura. Comencé a angustiarme al verme rodeado de tanta hoja suelta escrita por mí, de tanto cuaderno polvoriento y con las hojas amarillentas por los años, de tanto folio impreso con anotaciones en los márgenes.
 
Mi método de trabajo ha sido siempre el mismo. Escribo en agendas o en el reverso de hojas impresas, a lápiz y con goma de borrar. El escribir en páginas ya usadas impide que tenga ningún miedo a emborronar, tachar o ensuciar lo que haga falta. Todo eso lo vuelvo a escribir en un cuaderno, para organizarlo bien y organizarme yo. Lo escrito en el cuaderno lo vuelvo a escribir en un documento de Word, puliendo y limando todo lo que puedo. Lo escrito en el Word lo imprimo y lo corrijo y vuelvo a pasarlo a ordenador, correcciones que la mayoría de las veces no se limitan a una palabra o frase trunca, sino a párrafos enteros. De modo que, si todo sale bien a la primera, es decir, sin contar con que haya que cambiar el capítulo entero después de todo el proceso mencionado, como mínimo escribo cinco veces cada página, cada capítulo, hasta darlo no ya por acabado o por bueno, sino por provisional y aceptable. La cantidad, pues, de cuadernos, de hojas escritas a lápiz, de hojas impresas con anotaciones y de hojas impresas sin tachaduras listas para encuadernar pero que nunca se encuadernaron era monstruosa.
 
¿Cómo pude escribir tanto en tan poco tiempo? ¿Qué locura fue aquella que me salvó de la locura? Lo fui metiendo todo en bolsas de basura. Cinco bolsas llené con mis papeles. Y mientras veía lo que iba tirando me topé con algunos capítulos, algunas hojas sueltas, de la primera novela que escribí, Incisiones en el globo. Me recuerdo en Madrid, recién comenzado el nuevo milenio, escribiendo sin parar una novela que se me haría enorme, angustiosa, muy influenciada por Joyce, Faulkner, Lobo Antunes y Martín Santos, y que fue la causante de algunas crisis personales
Recuerdo las mañanas en el piso alquilado, con mi hermana durmiendo a mi espalda mientras yo tecleaba sin descanso, sin contención, entregado al torrente de palabras que se me volcaba encima. Me vi de pronto con más de quinientas páginas a doble cara, letra tamaño 12, sin márgenes y a espacio sencillo, y me asusté. Al cabo de los años volví a leer aquella novela, y no pude acabar su lectura. Me angustié tanto (y no por la novela en sí, sino por los recuerdos que su lectura me despertaba) que decidí eliminarla del ordenador y tirar igualmente la novela impresa. Pero ahí seguían esas páginas, en tinta azul, verde, roja. Y, extrañamente, me gustaban, me gustaba lo que leía, hasta el punto de arrepentirme de haberme desembarazado de ella tan alegremente. Porque era, sí, una mala novela, pero gracias a la cual logré sacudirme el miedo a las palabras y tener claro que podía escribir una novela larga y ambiciosa.
 
Tras su escritura, acabé exhausto, ansioso, quemado y medio loco. Así que no sé cómo pude ponerme a escribir inmediatamente otra novela (tal vez para sacudirme el angustioso embrujo de la anterior), titulada Creyendo ser yo o el vacío, sobre un pintor y su mujer, que, por supuesto, adolecía de lo contrario que su predecesora, es decir, de liviandad; y tampoco sé cómo después de acabar ésta me enfangué en otra, tituladaTrapos, sobre un reportero de sucesos que investigando un crimen se topa con una noticia mejor: la tragedia de un hombre que ha enloquecido tras ser abandonado por su mujer, y en donde buscaba un equilibrio en la prosa que no terminaba de encontrar; y no sé tampoco, a esas alturas, con qué fe, con qué fuerza, con qué ánimo, después de escribir esas tres, empecé una nueva novela tituladaBailes de medio siglo, y que desde el primer momento, como me sucedió con la siguiente (La vida muerta), daba la impresión de estar escribiéndose sola, cosa que nunca antes había experimentado, esa sensación mágica de que alguien que no eres tú mueve tu mano a la hora de trazar las letras sobre el papel y de que alguien mucho más experto e inteligente que tú mueve los goznes de tu pensamiento y los hilos de la trama.
 
Sin más, tiré aquellas cinco bolsas de basura al contenedor más próximo. Sólo sentí alivio al despojarme de aquel lastre de papeles escritos y una inmensa, extraña alegría al pensar en todo lo que me quedaba aún por escribir.

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