Por Dennis Lema Andrade -
15/03/2014
En el mundo actual, convulso y
acelerado, en el que la imagen y el sonido están muy por encima de la palabra
escrita, el entretenimiento ocupa el primer lugar en la lista de prioridades. Y
para suerte nuestra, gran parte del mismo está contenido en una televisión,
apoyada en una pared de nuestra habitación. Frente a ella, sentados en un
sillón, con una pila de discos piratas en nuestra mesa de noche, pasamos mucho
tiempo de nuestras vidas generalmente ante películas bastante mediocres.
Hollywood –esa industria colosal
que controla el 85 por ciento del cine en el mundo, que produce más de 700
películas al año, con un costo promedio de 100 millones de dólares– tiene una
oferta tan grande que es capaz de saturar las tiendas de dvd, los canales de
televisión, las páginas web y las salas de cine durante todo el año, de manera
tan contundente y efectiva que existe una gran masa de personas que piensan
que, en lo que concierne al cine, eso es todo lo que hay.
Por supuesto que en Hollywood
también se realizan películas magníficas, pero son dos o tres al año y nada
más. Las 697 restantes son demasiado simples, y evitan en todo momento
cualquier planteamiento arriesgado –personal, social, político, religioso,
entre otros– que vaya a inquietar al espectador. Lo que se busca únicamente es
entretenerlo, hacerlo descansar por un momento de su agitada y problemática
vida cotidiana, y que una vez terminada la película todo vuelva a su sitio, que
el mundo se ordene y el espectador pueda salir sonriente de la sala, o bien
apagar la televisión, recostarse en su cama calientita y dormir en paz.
En el cine producido en esta
industria la mayor parte de los guiones están estandarizados, regidos a la
estructura de los tres actos –el planteamiento, la confrontación y la
resolución, con dos puntos de giro entre medio–, tan utilizada y exprimida que
hasta hay plantillas gratuitas para descargar por Internet. Y el producto final
es tan banal que los productores no tienen otra opción que apoyarse en el “Star
System” y contratar a un par de actores de moda para darle más interés a la
película.
Y dentro de ese contexto están
los Premios Óscar, que no son nada más que un medio muy efectivo para
promocionar a las películas y a los actores de Hollywood, y que a través sus mecanismos
y criterios de selección y premiación postulan que ninguna película puede ser
buena si no es en inglés –¿quién cree eso fuera de los ejecutivos de
Hollywood?–.
Por eso, la gente debería estar
al tanto de que hay otros festivales más serios, más objetivos y más
democráticos para premiar al buen cine, por ejemplo, el de Cannes, en el que
excelentes películas, menos comerciales y más subversivas e interpeladoras,
procedentes de muchos países y habladas en distintos idiomas, son analizadas
por un jurado internacional que debate intensamente durante varios días –en los
óscares son votos secretos–, hasta llegar a un acuerdo y concederle la Palma de
Oro al director de la película –en los óscares el premio máximo se lo entrega a
los productores–. Un ejemplo reciente que puede servir para diferenciar un
excelente guión de una común superproducción, se dio el año 2012 cuando la
película “Amor”, dirigida por Michael Haneke, ganó en Cannes, y la película
“Argo”, de Ben Affleck, ganó los óscares. Una se filmó con dos actores en un
departamento, y se constituye en una lección de cine y hasta de vida, y la otra
movilizó a miles de personas por varias ciudades –Los Ángeles, Toronto,
Estambul– para intentar reconstruir lo que ya sabíamos que sucedió en Teherán
en 1980.
Es muy importante saber que
existe otro cine además del producido en Hollywood. Hay películas que no son
color rosa, sino del color de la sangre. Una película independiente le da a su
autor la posibilidad de tener un mayor control sobre su trabajo, plantear
variantes estilísticas y desarrollar diversos temas –prohibidos, polémicos,
delicados–, que posibilitan la experimentación, el riesgo y la osadía, sin
sufrir los condicionamientos de Hollywood ni la puritana censura
norteamericana.
Y en este contexto está el cine
boliviano, que por cierto no está representado por “El Pocholo y su marida”,
que es lamentablemente uno de sus pocos éxitos de taquilla, y que refleja la
afinidad de la gente por el humor fácil y vulgar. El cine boliviano es mucho
más que esa película. Generalmente hizo un esfuerzo por mostrar la forma de ser
del boliviano –lo que fue, lo que es, lo que piensa, lo que siente, lo que
quisiera ser–, y aún no terminó de trascender lo nacional, pero a pesar de los
medios modestos y el contexto desalentador en el que está inmerso tiene algunos
puntos altos y mucho potencial.
Pero esto no es solamente
responsabilidad de los cineastas. El público local tendrá que cambiar algunos
prejuicios.
Actualmente, menosprecia lo
nacional, y tiene un pésimo gusto para lo internacional, y asiste a los cines
sin ningún criterio y sale de las salas sin ninguna opinión. El único criterio
más o menos generalizado en la actualidad no tiene nada de artístico, es
solamente el impuesto por los dueños de los cines, y de ninguna manera revela
un buen gusto ni un criterio selectivo y exigente, sino solamente una operación
comercial.
Para reconocer una buena película
debemos comprender que el cine no está hecho por los equipos de alta
tecnología, sino por los seres humanos. Y que lo que realmente importa es la
voz del autor y la historia que quiere contar, en la que trasluce su manera de
pensar y de ver la vida. Y que la cámara, por muy moderna que sea, no es más
que un instrumento que un director utiliza para proyectar lo que están viendo
sus ojos. Apenas sepamos valorar estos aspectos, nos volveremos más selectivos,
y críticos, y comenzaremos a construir una opinión propia. Y así, solamente
así, todo el tiempo que invertimos en nuestro sillón, sentados frente a la
televisión, habrá valido la pena.
El autor es arquitecto
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