Por Augusto Munaro
“Diarios 1954-1991”, de Abelardo Castillo. Alfaguara. Buenos Aires, 2014
La historia
de la literatura argentina cuenta en su haber con notables autores. Escritores
que permitieron, a través de una serie de obras exactas, posibilitar una
sostenida maduración en los géneros narrativos. Baste citar como ejemplos: La
ribera de Enrique Wernicke, Las tierras blancas de Juan José Manauta, De
dioses, hombrecitos y policías de Humberto Constantini, o Mudanzas, de Hebe
Uhart. Obras sólidas que han sabido capturar la esencia de su gente, cuyas
adversidades más allá de estar ligadas a las circunstancias geográficas y
temporales- recuerdan no sólo el destino del espíritu nacional, sino el de
cualquier ciudadano del mundo.
Abelardo Castillo (1935) es otro autor argentino tan
imprescindible como los ya mencionados. Responsable de piezas dramáticas
esenciales como El otro Judas, o Israfel -representadas en más de diez
idiomas-; descolló además como cuentista y creador de novelas ejemplares como
El que tiene sed y Crónica de un iniciado. También ha sido fundador y editor de
tres míticas revistas literarias: El grillo de papel (1959-1960), El escarabajo
de oro (1961-1974), y El ornitorrinco (1977-1986). Su narrativa firme y
sustanciosa, de corte realista, se estructura alrededor de elementos
indagatorios en torno a la escritura. Esa óptica fragmentada lo convirtieron en
un sutil cronista del instante, y a su vez, en profundo conocedor del alma
humana, a través de su mirada reflexiva y penetrante. Vale decir que poco y
nada conocíamos sobre la vida privada del autor, su escritura íntima.
Por eso, la importancia de Diarios 1954-1991, dado que permite
descubrir el modo laborioso por momentos, obsesivo- que tiene el autor de “El
marica”, “La madre de Ernesto”, “Los ritos” o “La casa del largo pasillo”, de
registrar sus ideas literarias desde su estado embrionario. Publicación que
oficia de complemento a su obra narrativa. Pues esta imponente edición incluye
una selección de diversos cuadernos de trabajo que escribió a través de 60 años
de riguroso autoanálisis. Anotaciones en cuadernos escolares, libretas y hojas
sueltas que le permiten constantemente situarse en una búsqueda para ser
coherente consigo mismo: la esencia de su escritura punzante y desafiante. Un
compromiso que lo mantuvo inmerso también desde sus dieciocho años, con la
temprana decisión de ser escritor- en preocupaciones políticas y filosóficas.
Así, en esta primera entrega que culmina el año de la aparición de Crónica de
un iniciado, Castillo da cuenta de su viaje interior, de su tiempo (filiado de
alguna manera al existencialismo sartriano, la literatura trágica de Céline y
Arlt, Poe, su neurótica amistad con escritores como Sabato), de su existir en
la literatura y en la historia, claro. Su pasión por la música y el ajedrez,
sus relaciones amorosas, el conflictivo vínculo con el alcohol, y su lucha por
su independencia material y sobre todo- creativa. El valor testimonial de esta
publicación -acompañada por más de cincuenta fotografías- ayuda a potenciar el
carácter único de una época de cambios profundos.
En Diarios se destaca, entre otras observaciones, el modo de
crear con pocas palabras, reflexiones de índole moral. Con su peculiar estilo
lacónico, breve y claro; sin ínfulas, rescata lo más significativo que observa,
o piensa cotidianamente. El hombre y su relación con Dios, el mal, la muerte...
Sorprende su temprana lucidez intelectual: “Todo individuo aislado es un
suicida o se enajena” (1954). Más adelante: “¿Se puede escribir todo?” (1956),
cuestionando los propios límites de la ficción. Verdadero campo de maniobras,
Diarios opera como zona especulativa donde Castillo desnuda sus miedos y
ambiciones más secretas. Gracias a este singular testimonio, el lector descubre
de qué modo el autor de La casa de ceniza sentía el mundo en su juventud y de
qué forma transformaba, y aún transforma, sus impresiones subjetivas en
literatura. Con una mirada imparcial, indaga y observa a la sociedad nacional,
su mundillo intelectual.
En las antípodas del efectismo, nunca peca de cínico. El libro,
claro ejemplo de su estilo expresivo parco, es un semillero de ideas
provocativas, una colección de situaciones dramáticas, reconstrucciones
episódicas recogidas por el propio escritor con una agudeza que recuerda por su
objetividad, a la mirada escéptica del español Pío Baroja otro escritor
minimalista-. En algunos casos son anotaciones breves, casi aforísticas, que
luego germinarían en relatos y piezas dramáticas. Casi todo está atravesado por
su leal obsesión: alcanzar la verdad sin cometer sincericidio. La pulsión
tensional, causada por este deseo inviable, late en cada uno de sus páginas. La
historia de una vida atenta a las contradicciones humanas. El libro dispone,
además, de un conspicuo índice de nombres y de obras.
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