Por: ENRIQUE KRAUZE
“Di no al racismo”, decía el
letrero de la FIFA en los estadios del Mundial de Futbol en Brasil. El mensaje
iba dirigido a Europa, donde los mismos jugadores de origen africano que
militan con tanto éxito en equipos ingleses, italianos, belgas u holandeses,
sufren acosos verbales y físicos. Pero es significativo y afortunado que ese
fenómeno no ocurra tanto en América Latina. La historia de América Latina ha
tenido sus propias instancias de racismo e intolerancia. Los argentinos
prácticamente exterminaron a su población indígena, y nuevas investigaciones
revelan que incluso en Brasil, nuestro país más integrado (que no abolió la
esclavitud sino hasta 1888), la población de raza negra enfrenta aún al
prejuicio social y tiene muchas dificultades en alcanzar posiciones de poder
económico o político. No obstante, el racismo a la manera europea —el racismo
que no solo maltrata y discrimina sino que persigue y, en última instancia,
extermina a un grupo debido a su origen étnico— ha sido en América Latina más
la excepción que la regla.
La incidencia de la
discriminación racial varía entre los diversos países. Ahí donde, en tiempos
del dominio portugués y español, prevaleció el mestizaje étnico y cultural
(Brasil, México, Colombia) las aristas del prejuicio racial han sido menos
pronunciadas. Ahí donde las poblaciones indígenas permanecieron física y
culturalmente separadas de las españolas (Perú, Bolivia, Ecuador, el norte de
Chile, Guatemala) el prejuicio contra el indígena fue mucho mayor, y en algunos
casos aún perdura. Ahí donde existió una exigua población indígena, una minoría
criolla y una numerosa población esclava traída de África (Venezuela) persisten
los términos despectivos, referidos al color de la piel. Uno de los éxitos
mediáticos de Hugo Chávez fue precisamente el de jugar la carta étnica, al
grado de inventar que Simón Bolívar era afroamericano.
¿Es México un país
particularmente racista? El autor estadounidense John Reed, quien cabalgó con
Pancho Villa en 1913, destacó que los mexicanos parecían poco preocupados por
el color de la piel (en contraste con los Estados Unidos de su época, que eran
muy furiosamente racistas). Claro que Reed conoció un México en guerra y sintió
la camaradería de los soldados revolucionarios. Aspectos más sutiles de la
cultura (como la alta incidencia de actitudes racistas entre las familias
criollas, que persiste hasta ahora) no formaron parte de su experiencia. No
obstante, a quienes hablan del racismo mexicano me gusta recordarles un dato:
Evo Morales es el primer presidente indígena en la historia de Sudamérica, pero
México tuvo ya un presidente indígena (nada menos que Benito Juárez, figura
paralela a Lincoln) entre 1858 y 1872. Y la estadística no miente: de todos los
presidentes mexicanos desde esa fecha, solo tres fueron “criollos”. Todos los
demás fueron mestizos.
El problema de México es la
aguda diferencia de clases sociales, el clasismo no el racismo. Hay una
tolerancia racial en la base de la cultura mexicana y proviene de la cultura
católica. Para los fundadores espirituales de México (los franciscanos del
siglo XVI, Bartolomé de las Casas) la igualdad de los hombres es una verdad
irrebatible, más allá de cualquier diferencia material. Gracias en parte a ese
sentido de igualdad natural y a su traducción en el mestizaje, la esclavitud en
México no tuvo los rasgos agudos de deshumanización característicos de la
historia norteamericana. La abolición desde la Independencia fue temprana y
rápida, y las primeras constituciones reconocieron la igualdad y libertad
natural de los mexicanos de cualquier origen.
México es muchos Méxicos,
pero en México, las identidades locales, regionales, culturales y raciales no
entran en conflicto entre ellas. Desde tiempos de la Conquista, la cultura
mexicana ha sido incluyente y ha tendido de manera natural hacia la mezcla,
hacia el sincretismo. En México nadie utiliza la palabra “mestizo” por la
simple razón de que casi toda la población es mestiza, de origen mixto,
indígena y español. Y esa inclusión cultural presente en la comida, en la
nomenclatura de las calles y los pueblos, en la religiosidad y el arte,
determina y fortalece la actitud con la que los mexicanos enfrentan al mundo
moderno.
La convergencia cultural y
étnica incluyó a los negros, importados a México para reemplazar a los indios
en el duro trabajo de las tierras cálidas, donde los españoles introdujeron
cultivos como la caña de azúcar. La catástrofe demográfica de la población
indígena en los siglos XVI y XVII (provocada sobre todo por epidemias hasta
entonces desconocidas en América) contribuyó también a esa inmigración forzada.
Se calcula que cerca de un cuarto de millón de negros ingresó a México durante
los tres siglos de dominio español. Pero lo notable es que luego de un episodio
de violencia a principios del siglo XVII en Veracruz y algunas reverberaciones
posteriores, la población negra en Nueva España vivió en condiciones de mayor
libertad que la indígena. Los negros podían comprar su libertad, procrear hijos
libres al unirse con otras razas, y circular por la sociedad novohispana con
alguna facilidad y no pocas ventajas. Aunque padecían limitaciones de acceso a
ciertos gremios, prosperaron en numerosos oficios y trabajos. Y las mujeres
negras, en particular, eran muy apreciadas en el servicio doméstico tanto civil
como eclesiástico, y sumamente atractivas en una sociedad que —a semejanza de
la Andalucía medieval de cristianos, moros y judíos, y a diferencia de las
trece colonias puritanas—, propendió a la libertad sexual.
El contraste histórico con
Estados Unidos es obvio. En Mount Vernon, en el siglo XVIII, George Washington
ocultaba a su amante negra. En Carolina del Norte, a fines del siglo XX, el
racista senador Strom Thurmond mantuvo a la suya como un secreto de Estado. En
México los hijos de esas uniones libres entre todas las razas poblaron el país:
son los actuales mexicanos. Y mientras en Estados Unidos los negros tuvieron
vedado el ingreso a las Grandes Ligas de Beisbol hasta 1947, acá se les recibió
como héroes.
América Latina desde fines
del siglo XIX fue un puerto de abrigo y libertad para quienes, en otras
tierras, sufrían de hambre o persecución. Así vinieron libaneses, palestinos,
italianos, españoles, armenios, judíos (de Levante o de Europa del Este y Rusia).
México no fue la excepción, pero hubo una mancha infame en la historia
mexicana: la atroz persecución y exterminio de los chinos en las primeras
décadas del siglo XX.
Por su tradición inclusiva,
América Latina —más que Estados Unidos— fue y sigue siendo el verdadero melting
pot. Fuera y dentro de sus estadios de futbol predomina la tolerancia y la
pluralidad, étnica y cultural. Una lección moral para Europa y Estados Unidos. El
autor es periodista y escritor mexicano, director de la revista Letras Libres.
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