22.07.2014 | 06:30
Por Eduardo
Jordá
El
escritor Thomas Hardy decía que le gustaba contar historias ambientadas en el
mundo rural de Inglaterra que había conocido cuando era niño, a mediados del
siglo XIX, porque ese mundo apenas había cambiado desde los tiempos de la Edad
Media. Pero poco después, en apenas quince o veinte años, llegó la Revolución
Industrial, y de la noche a la mañana empezaron a cambiar las costumbres de los
habitantes de su comarca. Y un día ya no fue posible encontrarse granjeros que
viviesen en la misma granja en la que habían nacido, porque todos habían tenido
que irse a vivir a otro sitio. Pero Hardy recordaba los tiempos en que un
granjero no se movía en toda su vida del mismo sitio, así que conocía los
nombres de todas las colinas y de todos los arroyos de su región, y las
historias relacionadas con todos los muertos del cementerio, así como todas las
baladas que se cantaban en las tabernas cuando empezaban a correr las jarras de
cerveza. Y ése era el mundo que Thomas Hardy quería contar en sus novelas, como
una forma de preservarlo para siempre cuando ya había desaparecido por
completo.
Me
acuerdo a menudo de esta frase de Thomas Hardy „el novelista que suelo leer
todos los veranos„, porque a todos nos está ocurriendo más o menos lo mismo. Si
me pongo a pensar en alguien que haya vivido siempre en el mismo sitio, sin
alejarse apenas del lugar en el que nació, sólo puedo pensar en gente muy mayor
„de más de 70 u 80 años„ que nació en un medio rural que ahora ya no existe.
Pero todos los demás nos hemos movido mucho y hemos cambiado de lugar de
residencia, y no sólo una o dos veces, sino muchas más. Y por mucho que
busquemos, nos sería muy difícil encontrar a alguien que se supiese los nombres
de todas las colinas y de todos los torrentes de la comarca en la que vive „como
ocurría en las novelas de Thomas Hardy„, porque esa clase de saber ya sólo
interesa a los eruditos y a los especialistas en curiosidades locales. Y la
mayoría de nosotros, en cambio, sabemos muy pocas cosas de los lugares en los
que vivimos, que suelen ser zonas anónimas de una gran ciudad que cambian a
gran velocidad y que apenas van dejando rastro de lo perdido. Hace un año pasé
por casualidad por el colegio en el que había estudiado, en Son Rapinya, y me
quedé de piedra al comprobar que nada era como yo lo recordaba.
Ya no quedaba ni un solo almendro por ninguna parte, y todas las colinas que rodeaban el colegio habían sido ocupadas por urbanizaciones y más urbanizaciones. El colegio seguía en su sitio, sí, aunque ahora parecía tan pequeño que nadie podía imaginar que allí dentro nos hubiésemos pasado casi diez años de nuestra vida.
Ya no quedaba ni un solo almendro por ninguna parte, y todas las colinas que rodeaban el colegio habían sido ocupadas por urbanizaciones y más urbanizaciones. El colegio seguía en su sitio, sí, aunque ahora parecía tan pequeño que nadie podía imaginar que allí dentro nos hubiésemos pasado casi diez años de nuestra vida.
Cuento
todo esto porque la idea de pertenecer a una misma comunidad o de formar parte
de una misma tradición cultural se está convirtiendo en una anomalía en el
mundo caótico de la globalización. Cada vez hay más gente que no sabe a qué
mundo pertenece ni de dónde viene ni cuáles son sus orígenes. Y cada vez hay
más gente que sabe que la precariedad y la provisionalidad van a ser las únicas
señas de identidad permanentes que va a haber en sus vidas. Una maleta a medio
hacer, una dirección de correo electrónico, un piso compartido que nunca será
nuestro en una ciudad que también sabemos que nunca va a ser nuestra: eso será
todo lo que podremos considerar nuestro. Todo lo demás será pasajero y
temporal, y pasará por nuestras vidas y desaparecerá casi sin dejar rastro.
Éste es el mundo que se avecina o que en muchos casos ya está aquí.
Si cada
vez hay más partidos xenófobos o nacionalistas o que pretenden regresar a un
pasado ideal que nunca existió (la idea motriz de la independencia catalana es
ésa), y si cada vez hay más sectas religiosas y grupúsculos políticos
delirantes que actúan como sectas, es porque todos tenemos la sensación de que
se va disgregando un mundo que nos acostumbramos a considerar sólido, pero que
ahora ya no lo es en absoluto. Y cuando todos necesitamos engañarnos con una
falsa idea de seguridad y de permanencia en un mundo en el que ya no existe la
seguridad ni la permanencia, el raciocinio y la conciencia libre llevan las de
perder. Mal asunto.
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