domingo, 27 de julio de 2014

Un mundo perdido

22.07.2014 | 06:30

Por Eduardo Jordá 

El escritor Thomas Hardy decía que le gustaba contar historias ambientadas en el mundo rural de Inglaterra que había conocido cuando era niño, a mediados del siglo XIX, porque ese mundo apenas había cambiado desde los tiempos de la Edad Media. Pero poco después, en apenas quince o veinte años, llegó la Revolución Industrial, y de la noche a la mañana empezaron a cambiar las costumbres de los habitantes de su comarca. Y un día ya no fue posible encontrarse granjeros que viviesen en la misma granja en la que habían nacido, porque todos habían tenido que irse a vivir a otro sitio. Pero Hardy recordaba los tiempos en que un granjero no se movía en toda su vida del mismo sitio, así que conocía los nombres de todas las colinas y de todos los arroyos de su región, y las historias relacionadas con todos los muertos del cementerio, así como todas las baladas que se cantaban en las tabernas cuando empezaban a correr las jarras de cerveza. Y ése era el mundo que Thomas Hardy quería contar en sus novelas, como una forma de preservarlo para siempre cuando ya había desaparecido por completo.

Me acuerdo a menudo de esta frase de Thomas Hardy „el novelista que suelo leer todos los veranos„, porque a todos nos está ocurriendo más o menos lo mismo. Si me pongo a pensar en alguien que haya vivido siempre en el mismo sitio, sin alejarse apenas del lugar en el que nació, sólo puedo pensar en gente muy mayor „de más de 70 u 80 años„ que nació en un medio rural que ahora ya no existe. Pero todos los demás nos hemos movido mucho y hemos cambiado de lugar de residencia, y no sólo una o dos veces, sino muchas más. Y por mucho que busquemos, nos sería muy difícil encontrar a alguien que se supiese los nombres de todas las colinas y de todos los torrentes de la comarca en la que vive „como ocurría en las novelas de Thomas Hardy„, porque esa clase de saber ya sólo interesa a los eruditos y a los especialistas en curiosidades locales. Y la mayoría de nosotros, en cambio, sabemos muy pocas cosas de los lugares en los que vivimos, que suelen ser zonas anónimas de una gran ciudad que cambian a gran velocidad y que apenas van dejando rastro de lo perdido. Hace un año pasé por casualidad por el colegio en el que había estudiado, en Son Rapinya, y me quedé de piedra al comprobar que nada era como yo lo recordaba.

Ya no quedaba ni un solo almendro por ninguna parte, y todas las colinas que rodeaban el colegio habían sido ocupadas por urbanizaciones y más urbanizaciones. El colegio seguía en su sitio, sí, aunque ahora parecía tan pequeño que nadie podía imaginar que allí dentro nos hubiésemos pasado casi diez años de nuestra vida.

Cuento todo esto porque la idea de pertenecer a una misma comunidad o de formar parte de una misma tradición cultural se está convirtiendo en una anomalía en el mundo caótico de la globalización. Cada vez hay más gente que no sabe a qué mundo pertenece ni de dónde viene ni cuáles son sus orígenes. Y cada vez hay más gente que sabe que la precariedad y la provisionalidad van a ser las únicas señas de identidad permanentes que va a haber en sus vidas. Una maleta a medio hacer, una dirección de correo electrónico, un piso compartido que nunca será nuestro en una ciudad que también sabemos que nunca va a ser nuestra: eso será todo lo que podremos considerar nuestro. Todo lo demás será pasajero y temporal, y pasará por nuestras vidas y desaparecerá casi sin dejar rastro. Éste es el mundo que se avecina o que en muchos casos ya está aquí.

Si cada vez hay más partidos xenófobos o nacionalistas o que pretenden regresar a un pasado ideal que nunca existió (la idea motriz de la independencia catalana es ésa), y si cada vez hay más sectas religiosas y grupúsculos políticos delirantes que actúan como sectas, es porque todos tenemos la sensación de que se va disgregando un mundo que nos acostumbramos a considerar sólido, pero que ahora ya no lo es en absoluto. Y cuando todos necesitamos engañarnos con una falsa idea de seguridad y de permanencia en un mundo en el que ya no existe la seguridad ni la permanencia, el raciocinio y la conciencia libre llevan las de perder. Mal asunto.


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