Por Ricardo Vasquez Kunze - Peru21
Mientras Francia sigue convulsionada por el
desencadenamiento de una vorágine de violencia terrorista sin precedente
—luego del ataque al semanario satírico Charlie Hebdo—, ya han
comenzado a alzarse algunas voces que, aunque “condenan” la violencia,
justifican sibilinamente el crimen con el argumento de que resulta
inadmisible burlarse de la fe de los demás sin sufrir las consecuencias.
Así, se señala que la tolerancia a las creencias ajenas debería pasar
por una prohibición autoimpuesta de expresarse sobre cualquier
manifestación religiosa que pueda “herir la susceptibilidad” de una
comunidad determinada. A eso le llamarían “respeto” para vivir en paz.
La premisa de tal argumento parte de que el concepto de libertad no
puede ser reducido a una patente de corso para ofender las creencias (en
este caso religiosas) de otros en aras de una absoluta “tolerancia”
para el agravio. Así, se afirma implícitamente la idea de que la
religiosidad y sus diversas manifestaciones no ofenden a nadie, quizá en
el presupuesto de que nada que venga de Dios ofende. Esto, por
supuesto, es una visión egocéntrica y fanática del mundo.
Conozco a muchos, a contrario sensu, a los que podría parecerle
agraviante para la “razón humana” el hecho de pasear en andas una imagen
morada (en el siglo XVIII había varios de
esos). O persignarse. O arrodillarse frente a un crucifijo. ¿Y por qué
alguien no podría tomar por ofensivo un culto divino presidido por una
mujer que imparte sacramentos cristianos? Entonces, ¿cuál es la medida
del agravio? Seamos bien claros. Es gracias a una sociedad democrática
que no se adscribe a ningún credo que fulano se puede persignar, mengano
arrodillarse tres veces al día hacia la Meca, zutano cruzarse de brazos
en el sabbath y perencejo despotricar contra todos los anteriores. Y
para las ofensas existe, por supuesto, la justicia. No la divina, sino
la de la Constitución y las leyes del Estado republicano.
Pero son esas leyes las que repugnan precisamente a aquellos que
ponen sus creencias religiosas como centro del “respeto universal” y
que, aun sin tratarse de musulmanes, consideran que los que se burlan de
Dios están bien muertos. Y eso es a lo que llamamos fanatismo, poco
importa que sea musulmán, judío, católico o evangélico.
Por ejemplo, ¿en qué ofende la minoría cristiana copta la
sensibilidad del islam en Egipto para que sus miembros sean perseguidos o
asesinados? ¿Cuál es la provocación de los sunitas contra los chiitas
—grupos musulmanes ambos— en Iraq o en Siria para morir decapitados? La
respuesta es muy simple. La ofensa, la provocación es EXISTIR. Porque así es el fanatismo. No pide respeto: exige sumisión absoluta o la aniquilación total.
En ese sentido, poco importa cuánto “respeto” presentemos al
fanatismo para vivir en “paz”. Nunca será suficiente si ese respeto no
significa, a la larga, abjurar de todas nuestras creencias para
someternos a las suyas, exclusivas y excluyentes.
El fanatismo es, pues, el enemigo jurado de esa cultura de la
libertad bajo cuya protección florecen mil credos. Y precisamente para
los fanáticos, de lo que se trata es que no existan mil, sino uno solo.
Por eso no deben pasar, sea que adoren la media luna, la cruz, una
estrella, una vagina o un pene.
Gran parte de las dificultades por las que atraviesa el mundo se debe a que los ignorantes están completamente seguros, y los inteligentes llenos de dudas.
domingo, 11 de enero de 2015
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