Gracias al Instituto de Libertad y Democracia (ILD), años atrás tuve la suerte de vivir seis meses en Egipto, donde conocí a gente absolutamente buena, tan normal como cualquier otra del planeta. Cómo no recordar con cariño al gracioso traductor Yasser, a las esforzadas secretarias Mervan y Alia, a la asistente hispano-egipcia, al diligente chofer Karem, al siempre amable procurador Jaled y a todas esas personas que nos abrían tan gentilmente sus casas y negocios para nuestras investigaciones, siempre abrumándonos con tanta hospitalidad de té, café, pastelitos y golosinas. Y la gente en la calle siempre cortés, donde uno caminaba sin ningún temor al crimen y entre sonrisas.
También visité Túnez por un buen tiempo, el más avanzado socialmente de los países árabes, muy afrancesado y con una vasta clase media, con gente asimismo encantadora.
Sí, el islam es una religión totalizadora y expansiva. Sí, falta mucho para que la mujer se libere. Sí, hay costumbres que no entendemos o nos parecen arcaicas. Pero lo más estúpido que podríamos hacer es igualar a todos los buenos musulmanes con una sarta de locos terroristas (que allá también son muy repudiados).
Los musulmanes solo quieren progresar, ver crecer a sus hijos y vivir tranquilos, como cualquiera de nosotros. Y a ser más respetuosos: lo que a nosotros nos parece una simple libertad de expresión con respecto a su religión, para ellos es un gratuito insulto inmundo (y que yo juzgo irresponsable).
Ayer me preocuparon Rospigliosi y otros: no caigamos en la islamofobia. Ese policía francés que el terrorista ultimó en el suelo era musulmán y ya su pobre madre pidió un “NO” al odio entre creencias. A oírla.
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