lunes, 8 de septiembre de 2014

Delicias de la vida cotidiana (en obra)



Calle tomada. La esquina de Juncal y Araoz donde arrancó la obra para hacer desagües. / GUILLERMO RODRIGUEZ ADAMI
Por Raquel Garzón - Clarín
Vivo hace un mes y medio en una calle sin salida. No es metáfora: una mañana –promediaban las vacaciones de invierno y su paisaje de ocio escolar– mi cuadra amaneció enrejada con paneles amarillos de unos dos metros de alto, que abrazan todo el largo de las veredas y cortan desde entonces entrada y salida en ambas esquinas. Llegaron obreros en un camión, montaron sin demora un baño químico y una casita de chapa para los serenos de la obra y coparon la calle máquinas de distinto tamaño y pedigrí. Martillos neumáticos que perforan sostenidamente el entendimiento desde las 7.45; excavadoras relucientes que mientras muerden el suelo se mueven hacia atrás y adelante con banda sonora de tono monocorde ( piiiip, piiiip, piiiip ); mezcladoras rechonchas que preparan el material destinado a tapar las zanjas que abren los anteriores y algunas herramientas menos hi-tech y más de entrecasa (baldes, pico, pala, usted me entiende). Peor la pasa el bar de la esquina, el de las medialunas me-mo-ra-bles , a dos cuadras del Parque Las Heras: le instalaron enfrente una decena de enormes tubos estriados, alquitranados de tan negros, que forman una inestable pirámide extendida y saludan a los vecinos que todavía se animan a desayunar en las mesas exteriores.
La razón del acampe es un ambicioso –y bienvenido– plan de obras: Ampliación de Red Pluvial IV. En una ciudad que sabe de inundaciones, “desagües” puede ser el nombre del progreso, así que más allá de la batahola, apechugamos. Pero se hubiera agradecido alguna información a los frentistas sobre el ritmo de la obra, que avanza y se detiene en forma –en apariencia– caprichosa. Tranquilizo a mis hijos, que aunque encantados con la parafernalia, merecerían poder recuperar sueño los fines de semana con menos bochinche ambiental: “No, no siempre, vamos a tener que tomar la calle contramano para poder salir con el auto”; “sí, algún día volverá a pasar regularmente el camión de la basura”; “paciencia: ya recuperaremos las paradas de ómnibus y dejarán de usar la puerta del garage como parking no medido.” Además, escépticos, la cosa progresa: hace tres semanas el encierro era total, las máquinas reinaban sobre el asfalto y sólo podías sacar el coche antes de las 7 de la mañana o después de las 6 de la tarde y cuando querías salir era necesario el santo y seña de un bocinazo, para que alguno de los obreros –muy amable, siempre–abriera la reja, colocara un puente de chapa para habilitar la salida y luego desarmara el tinglado (el riesgo si la ibas de guapo era ir a parar con auto y todo al túnel todavía abierto). Ahora, la obra sumó dos cuadras más y nos sentimos menos solos; da para armar un club social casi.
Pero la vida del barrio ha cambiado. El aire está lleno de polvo y se ha convertido en sonido: motores en marcha a toda hora. El farmacéutico y el dueño del minimercado ya no se juntan a charlar en la esquina, porque con el bochinche no se escuchan. La gente que espera a ser atendida en el Pago Fácil y que antes se desplegaba dueña de tooooda la vereda, ahora prefiere acordeonarse en el local ínfimo, donde cinco cajas tipo cueva despachan lo antes que pueden sus inquietudes.
Los encargados de los edificios tienen, eso sí, nuevo tema de conversación y hasta se recibieron de asistentes de Defensa Civil cuando hace 10 días el fervor excavador dio con un caño de gas no previsto frente a un edificio de cocheras. Ramón, el nuestro, tocó el portero exaltado: “No se asuste pero a lo mejor hay que evacuar; yo le aviso”. ¿Qué rescatarías si tu vida estuviera por volar? Los chicos, los documentos, la notebook. En cinco minutos, cada uno tenía su mochila armada, con cepillo de dientes y muda para una noche, dispuesto a correr escaleras abajo. Por fortuna, los bomberos nos ahorraron el desalojo. Pero dos días después la empleada que trabajaba en casa nos dejó: “Mucho estrés”, adujo. Quizá, pero de aburrido, nada.
Veámoslo por el lado amable: en este rincón de Palermo, la obra ya es leyenda en la lucha contra el crimen. Cuentan los lugareños que el 28 de agosto, día del último paro general, cuatro ladrones motorizados venían tiroteándose desde Recoleta con la policía. Quisieron tomar Aráoz hacia avenida Las Heras, pero encontraron la calle cerrada y, abatatados, los atraparon a pocos metros, sobre Beruti, llegando a Scalabrini Ortiz. El coche baleado estuvo varias horas allí, para delicia de los curiosos.

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