Por Aníbal Romero, 28-10-2012
Preludio. Lecciones de la
historia:
La crisis
que sacude a Europa pone de manifiesto varias lecciones de la historia, que los
seres humanos olvidamos de manera reiterada y nos vemos obligados a aprender
una y otra vez. La primera es que sólo controlamos parcialmente los eventos, en
ocasiones los controlamos muy poco o quizás no logramos manipularlos en
absoluto. La segunda es que la política no se define en el plano de las buenas
intenciones sino en el de los resultados, y con frecuencia los acontecimientos
toman un curso distinto y hasta contradictorio con relación a lo que se
pretendía.
La
historia también enseña, en tercer lugar, que existen problemas sin solución, o
en todo caso problemas cuyas hipotéticas “soluciones” entrañan costos muy
superiores a los que quisiéramos o cabría prever. Se trata de problemas que
carecen de vías alternas o que requieren tomar rumbos cuyo costo psicológico
resulta excesivo para los decisores; problemas que exigen derribar mitos que
obstaculizan opciones menos dolorosas. Y derribar mitos es no pocas veces un
desafío imposible de superar.
A lo
anterior se suman las enseñanzas de la historia en cuanto al destino incierto y
generalmente decepcionante de los grandes proyectos de ingeniería social, de
esos planes de transformación “racional” del medio ambiente humano y natural
que dependen de fuertes dosis de ambición, de una confianza excesiva en el
poder de nuestra débil razón humana, y de un arrojo desmesurado que nos empuja
al precipicio.
Y
conviene añadir algo más: en situaciones como las que hoy experimenta el viejo
continente, que a muchos toma por sorpresa y que cuesta entender en su
complejidad, nos vemos tentados a buscar explicaciones mágicas, a atribuir lo
que pasa a conspiraciones malignas, y perdemos de vista que nadie, seguramente,
es capaz de controlar el proceso. No nos resignamos a admitir que somos
falibles e impotentes ante muchos aspectos de la existencia.
Todo esto
se aplica al actual panorama europeo. En primer lugar, es evidente que los
políticos y otros actores del drama que se despliega ante nuestros ojos están
desconcertados y en no poca medida han sido sobrepasados por los eventos, y que
su aptitud para controlarlos es limitada. La historia, decía Henry Kissinger,
enseña por analogía, no por identidad, y en tal sentido existen analogías entre
lo que ahora vemos en Europa y los tiempos inmediatamente anteriores a la
Primera Guerra Mundial.
También
entonces los decisores se confiaron en que lo peor no ocurriría; también
entonces se asomaron al abismo pero creyeron que nunca caerían; también
entonces sucesos imprevistos detonaron grandes acontecimientos que ya se venían
moldeando por años. Lo que ahora se vislumbra no es el estallido de una guerra
sino el fin de la moneda única europea, evento que podría acaecer en medio del
caos.
En
segundo lugar, no importa cuáles hayan sido las genuinas intenciones de los
artífices de la moneda única; lo cierto es que la actual crisis del Euro ha
hecho aflorar unas grietas tan profundas que le están hiriendo de muerte, ante
la mirada atónita de pueblos a los que se vendió un producto que ahora se
convierte en pesadilla.
En tercer
lugar, y a pesar de los esfuerzos de los políticos europeos para minimizar el
impacto de la debacle, no hay verdadera “solución” a la crisis, en el sentido
de que lo que puede hacerse es capaz de agudizar los problemas o de generar
nuevas y todavía peores dificultades para los países de la Eurozona. De paso,
para algunos el Euro ha dejado de ser una moneda, un instrumento, y se ha
convertido en un símbolo y un fin en sí mismo, en una especie de mito
intocable, lo que complica aún más las perspectivas hacia delante.
En cuarto
lugar, y con razón, los que en su momento prendieron las señales de alarma con
respecto al Euro, y se encontraron entonces silenciados por la soberbia de
tantos políticos, analistas, periodistas y burócratas que sofocaban la
disidencia, hoy reiteran lo que oportunamente dijeron: El Euro es un proyecto
sustentado en lo que Hayek denominaba el “racionalismo constructivista”, es
decir, en una pretensión excesiva y desmesurada que nos endiosa, en una
pretensión que atribuye a los conceptos y planes de la mente humana una
capacidad exagerada, en una pretensión que las más de las veces se desliza
dando tumbos por el suelo resbaladizo de la realidad. No contentos con un
mercado común laboral, de bienes y servicios, los arquitectos de la Europa
Unida han buscado un superestado, y el Euro es su bandera. Pero la arrogancia
de una dirigencia europea que no se ha ocupado de legitimar democráticamente
sus desmesurados proyectos, encuentra ahora su castigo. Por último, ante la
evidencia del fracaso del Euro, no faltan los que lanzan acusaciones a la
ligera y acusan a los “terroristas financieros”, “la gran burguesía alemana”, o
a cualquier otro fantasma de imaginaciones recalentadas, de lo que no es sino
otro ejemplo de la famosa dialéctica griega entre, de un lado, la Hubris o
arrogancia humana puesta de rodillas, de otro lado, por la acción de Némesis,
es decir, de la sanción que experimentan nuestras ambiciones cuando nos llevan
a la insensatez.
La
espiral del suicidio:
¿Por qué
y cómo llegó a Europa a este punto? Para empezar cabe precisar lo siguiente: la
crisis originada por un endeudamiento excesivo con respecto al crecimiento, la
productividad y los gastos de buen número de países de la Eurozona no es
cuestión de días, semanas o meses. El problema viene de lejos y tiene sus
raíces en la dinámica patológica de los Estados de Bienestar socialdemócratas,
creados en Europa después de la Segunda Guerra Mundial. Tales Welfare States se
basaron en premisas que ya no están vigentes en la mayor parte del viejo
continente, y en una dinámica que empujaba a los electorados a pedir y esperar
siempre más de los gobiernos, y a los políticos a prometer y conceder siempre
más en busca de aprobación y votos.
Las
premisas en que se sustentaron los Estados de Bienestar europeos fueron
esencialmente tres: un crecimiento económico rápido, una población en aumento y
unas expectativas de vida menores de las que hoy existen. Como ha señalado el
economista y Profesor de la Universidad de Stanford Michael Boskin, ninguna de
estas premisas funciona actualmente: el crecimiento se ha estancado o está
revirtiéndose; Europa experimenta una aguda crisis demográfica, con un descenso
de la población que aqueja en particular a países como Alemania, Italia y
España, entre otros; y de paso los avances en la nutrición y la medicina han
aumentado las expectativas de vida, de modo tal que la pirámide invertida se
potencia: cada vez más personas que se jubilan más temprano y viven más años
dependen del trabajo de menor número de individuos productivos.
John
Maynard Keynes, autor de las teorías económicas que en buena medida han
inspirado por décadas las políticas de las democracias occidentales, respondía
a los críticos que le advertían acerca de los efectos perniciosos de un
constante endeudamiento, basado en la creación de dinero inorgánico, con esta
frase: “a largo plazo todos estaremos muertos”. Según Keynes, el endeudamiento
inflacionario corregía dificultades inmediatas reactivando la economía, pero
sus efectos a lo largo del tiempo quedaban para el cuidado de un futuro
indeterminado. Lo que Keynes olvidaba es que, si bien y ciertamente a largo
plazo nosotros estaremos muertos, quizás nuestros hijos y nietos no lo estarán,
como ahora descubren las nuevas y menguadas generaciones jóvenes europeas, que
empiezan a sufrir el impacto de la obligada austeridad que arrojó la
irresponsabilidad de sus antecesores.
Los
políticos prometieron hasta la fatiga y los electorados no se cansaron de
aspirar a más. Los Estados de Bienestar europeos han vivido por encima de sus
medios. Acumulando alegremente beneficios sociales, más vacaciones, más
reducciones en la edad de retiro, menos horas de trabajo y más servicios
gratuitos; desviando a su vez la atención de los aumentos impositivos que
acompañaban tales beneficios, aumentos que significaban menos dinero para
invertir, innovar y producir más; combinando la imprevisión con la miopía, los
europeos acabaron por levantar a su alrededor enormes montañas de deuda,
probablemente impagables y que les han colocado ante el precipicio.
La
espiral del suicidio, una espiral descendente mediante la cual electorados
distraídos y políticos complacientes empezaron a cavar su propia fosa, se
aceleró a través de la creación de la moneda única a finales de los años
noventa del pasado siglo. Diecisiete países, muy distintos entre sí, acordaron
meterse juntos dentro de los estrechos límites de una camisa de fuerza
económico-financiera. Hasta ese momento naciones como Italia y España ajustaban
su competitividad mediante devaluaciones de su signo monetario (liras y
pesetas), pero con el Euro tal opción quedó bloqueada. Los valores económicos
tales como salarios, precios, tipos de interés y deudas vigentes en 1998-1999
fueron transformados e igualados con base en una nueva moneda, tasada al nivel
del marco alemán, y por un tiempo todo pareció marchar de maravilla. Sin
embargo, los observadores acuciosos pronto empezaron a constatar lo que algunos
analistas habían advertido que ocurriría: los diferentes niveles de
productividad comenzaron a hacerse sentir. Países como Irlanda, Grecia,
Portugal, España e Italia, entre otros, dejaron de lado toda prudencia y
financiaron sus crecientes importaciones, más elevados salarios y nuevos y más
amplios beneficios sociales, con Euros aportados por bancos alemanes y
franceses. La dinámica suicida del endeudamiento, que como dije se había
iniciado aún antes de la adopción del Euro, empeoró; préstamos masivos con
bajos intereses se trasmutaron en una especie de droga adictiva, y por ese
camino se legó hasta lo que ahora vemos: una situación de asfixia financiera
que no puede ser curada sino a elevados y todavía imprevisibles costos, tanto
económicos como políticos. Y para completar la metáfora de la “camisa de
fuerza”, cabe señalar que los Tratados europeos no contemplan mecanismos
legales para que los países miembros logren abandonar el Euro o la propia Unión
Europea.
Por años
los europeos enarbolaron con orgullo, en ocasiones cercano a la arrogancia, su
“modelo social”; parecía que Europa había descubierto el secreto de la
felicidad eterna: prosperidad, estabilidad, paz y armonía. Pero bajo el
edificio de esa utopía secular se movía un piso precario de gastos imposibles
de sostener y deudas que se acumulaban sin descanso. La utopía europea se
manifestó igualmente en la quimera del “poder blando”, que llevó a los líderes
de Europa a pontificar a escala internacional como si hubiesen hallado la
fórmula para erradicar no solamente los males del mundo, sino hasta la maldad
del alma humana misma. Estos sueños están derrumbándose junto a la moneda
única, pues la pretensión de servir de “modelo” a los demás no se sostiene en
condiciones de severa crisis económica, que amenaza seriamente con desembocar
en agitación social y radicalización política. Europa, en pocas palabras, ya no
tiene el mismo derecho a predicar la virtud.
El
déficit democrático:
Al
momento de escribir estas líneas, la discusión acerca de las perspectivas del
Euro y la Unión Europea incluye escenarios que van desde el fin de la moneda
única y tal vez de la Unión como tal, hasta la consolidación de una Europa
mucho más integrada, no sólo con moneda única sino con una especie de gobierno
central con poderes omnímodos sobre los presupuestos de todas las naciones
miembros, así como de sus políticas fiscales y sociales. También se mencionan
posiciones intermedias como la de la llamada “Europa a dos velocidades”, que
permitiría el avance de un eje constituido por los países más poderosos, con un
segundo grupo, todavía dentro de la unión pero marchando a paso más lento.
En vista
de la incertidumbre imperante conviene destacar dos puntos: En primer término,
es ineludible indicar que en el análisis de tales escenarios, por parte de los
portavoces nacionales o comunitarios, muy pocas veces, podría afirmarse que
casi nunca, se escucha la frase “consulta democrática”. Es como si a los
pueblos europeos les hubiesen tapado la boca y extirpado la voluntad. A lo
largo de décadas de camino hacia la meta de un superestado controlado por un
“centro” germano-francés y por la burocracia europeísta en Bruselas, se ha
perdido en el viejo continente la disposición y hasta la aspiración misma de
legitimar democráticamente un proyecto que, al fin y al cabo, difícilmente
puede cuajar en los términos de estabilidad y concordia que se pretenden, sin
contar con la aprobación de significativas mayorías populares a lo largo y
ancho de Europa. En segundo lugar, con respecto al tema económico tal y como se
vislumbra en estos momentos, conviene distinguir, para efectos del análisis,
entre un corto plazo de uno hasta cinco años en el que la cuestión de la deuda
y la asfixia financiera ocupan lugar prioritario; de otro lado, y a mediano
plazo (hasta diez años y hacia adelante), se presenta el problema de las reformas
necesarias a los Estados de Bienestar europeos, con el objeto de ajustarles
“hacia abajo” e impedir la repetición del endeudamiento masivo originado en la
multiplicación de beneficios, en un contexto de descenso de la población,
aumento de las expectativas de vida y reducción relativa del crecimiento.
Para
empezar con el problema económico actual: Es claro que Grecia, Portugal, Italia
y España, entre otros países, están cercanos a ahogarse en un océano de deudas,
con el agravante de que los costos de refinanciarlas, en vista del aumento del
riesgo de quiebra y el miedo de los inversionistas, aumenta casi día tras día y
comienza a afectar a las naciones que en teoría estarían en capacidad de ayudar
a los más débiles, es decir, Alemania y Francia. Frente a semejante panorama,
casi todas las voces de la ortodoxia comunitaria europeísta claman por una
acción decidida del Banco Central Europeo, lo que no es sino un eufemismo para
solicitar que Alemania se comprometa a garantizar el conjunto de las deudas de
toda la zona del Euro, como “prestamista de última instancia”, a objeto de
restaurar la confianza de los mercados, promover la reducción de las elevadas
tasas de interés que se están cobrando a países como Italia y España (y que
empiezan a cobrarse a Francia y la misma Alemania), y compre así Berlín no
solamente un tiempo precioso para superar el reto inmediato, sino también el
espacio hacia el futuro para que se lleven a cabo reformas sustanciales que
incluyan la renovada marcha hacia el superestado europeo, inevitablemente
orquestado y seguramente dominado por el consorcio germano-francés.
El
economista Bernard Connolly ha calculado que a Alemania le costaría 7% de su
PIB anual, por un número indeterminado de años, trasferir fondos suficientes
para “salvar” a los países deudores, Francia incluida. Para tener una mejor
idea de lo que esta cifra significa, la misma supera el monto de las
reparaciones impuestas a Alemania al final de la Primera Guerra Mundial, ¡cuyos
últimos pagos se concretaron en 2010! Dejando de lado que semejantes sumas
impondrían un peso quizás insoportable a la economía alemana, y sin considerar
aún el tema político, hay que tomar en cuenta que nada garantiza el éxito de
una intervención masiva de Berlín mediante, por ejemplo, los llamados
“Eurobonos”, destinados a unificar la deuda de todos los miembros de la
Eurozona. Es ciertamente posible que ese camino sólo arrojase como consecuencia
el debilitamiento de la posición crediticia de la propia Alemania,
“contaminada” por el endeudamiento tóxico de sus socios.
Al
contrario de lo que sostienen pensadores marxistas como Hans Dietrich, la clase
política, y el pueblo alemán son renuentes a dar el paso que los más
fanatizados promotores del proyecto europeo demandan al gobierno de Angela Merkel.
El rescate puramente alemán del resto de la Eurozona, aún si fuese viable
económicamente, se realizaría a un costo: la hegemonía alemana sobre el resto
de Europa continental; y se trata de un costo que los alemanes son reticentes
de pagar. Pero si lo hacen, sencillamente la Unión Europea habrá logrado, como
proyecto político, lo contrario de lo que se propuso en sus orígenes. En lugar
de mantener a Alemania en un plano de equilibrio en Europa, con un balance
geopolítico que no perturbe la frágil seguridad de un continente de naciones
disímiles, la Unión Europea habría más bien servido para llevar a Alemania al
puesto hegemónico que ni el Kaiser Guillermo II, ni Hitler, fueron capaces de
conquistar. ¡Las ironías de la historia!
En el
orden de ideas expuesto, importa señalar que los “Eurobonos” cuentan con el
rechazo de 79% del público alemán. Cuando se estableció el Euro los políticos
de entonces prometieron al electorado alemán que la Europa Unida no se
transformaría en una “unión de transferencias”, destinada a subsidiar a los
países más débiles. ¿Tomará Angela Merkel la decisión de asumir la deuda de sus
socios, a pesar de la masiva desaprobación del electorado en Alemania y
traicionando las premisas bajo las cuales los alemanes accedieron a dejar de lado
su preciada moneda nacional? No es imposible, pero con ello reforzará la
nefasta tendencia del “proyecto europeo” a prescindir de la voluntad popular en
la conformación de decisiones trascendentales, profundizando un déficit
democrático que tarde o temprano empezará a descoser las costuras de una Unión
de élites, afincadas a su vez en los designios de burócratas anónimos, que
nunca han sido electos y que no responden sino ante sus conciencias.
Conclusión:
¿Hay salida para Europa?
Estoy
persuadido de que los actuales esquemas económicos y político-institucionales
de la Unión Europea experimentarán cambios sustanciales durante los próximos
meses, impulsados por la crisis financiera. Considero por otra parte que pase
lo que pase el proyecto del Euro puede razonablemente ser calificado, ya a
estas alturas del juego, como un fracaso. Pero la vida sigue y de algún modo
naciones como Italia y España, entre otras, tienen que buscar salida. En ese
sentido comparto el análisis y propuestas formuladas por Peter Morici en
artículo publicado el pasado día 28 de Noviembre en el sitio web
Realclearpolitics, en el que señalaba que para pagar sus deudas y retomar el
crecimiento las naciones hoy acosadas deben exportar, pero la estructura de la
zona Euro tiene rigideces paralizantes que impiden a una serie de países
competir. Para salir a flote tendrían que soportar años de depresión y aún de
ese modo no alanzarían la meta de renovarse y respirar de nuevo. Por lo tanto,
sugiere Morici, países como Italia y España, entre otros, deben abandonar el
Euro, convertir las deudas existentes a sus monedas nacionales, y asumir con
coraje las reformas a Estados de Bienestar colapsados. Sin estas medidas,
tomadas en conjunto y no separadamente, la austeridad que se quiere imponer
desde Berlín, París y Bruselas se convertirá en un fin en sí misma y no en un
medio para recuperar el crecimiento, y empujará a las naciones menos solventes
a la generalizada protesta social y la radicalización política. A más largo
plazo, y ello se aplica igualmente a los Estados Unidos, la única solución
permanente a la crisis financiera del capitalismo consiste en reformar los
Estados de Bienestar y ajustarlos a un esquema más razonable de expectativas.
Ignoro si será posible hacerlo por vías democráticas pues la demagogia ha
envenenado la política en Occidente.
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