Por Juan Diego Tobón
Lotero
Érase una vez un
país en donde las personas usaban sus autos para dormir y sus casas para
trabajar; las empresas eran sus hogares y para desplazarse de un lugar a otro,
utilizaban las palmas de las manos. La noche servía para las actividades de
vigilia y el día era utilizado para dormir. La ropa la usaban para bañarse y
vivían desnudos y sin ningún tipo de adorno en sus cuerpos. Morían en la niñez
y nacían siendo viejos; lo que sentían lo expresaban y lo que pensaban era
castigado de manera muy severa. Privilegiaban el sentimiento sobre la razón y
era el sentido común y no la ciencia, lo que les permitía tomar decisiones
sobre su vida cotidiana. Lloraban cuando estaban alegres y reían cuando estaban
tristes; cenaban al levantarse y desayunaban una vez iba a finalizar su
actividad diaria.
Lo anterior puede
parecer absurdo e irreal, pero no está alejado de la realidad de nuestro país.
Con la muerte rondando las calles; con la inseguridad como el pan de cada día;
con los atropellos de las autoridades; con la corrupción en los funcionarios
del Estado, con la desidia de los ciudadanos y con el abandono y la muerte
violenta de tantos niños y niñas, pareciera que en Colombia viviéramos con el
mundo al revés. Aunque frente a ello podrían identificarse múltiples alternativas
de comprensión, una de ellas podría estar ligada al proceso de adquisición,
desarrollo y asimilación de las pautas éticas que permiten que las personas
prioricen el bienestar colectivo sobre el individual; es allí donde parece que
algo ha fallado o que algo se ha extraviado en nuestra construcción social.
Podría decirse que
la vida cotidiana cobra sentido cuando se pueden integrar los asuntos más
profundos con los más triviales, las experiencias más significativas y
trascendentes con las más pasajeras, y donde la tensión entre los opuestos se
convierte en uno de los retos más importantes para la existencia. Sin embargo,
cuando en una sociedad lo banal y lo ligero se imponen, la vida comienza a
tomar un sentido diferente, e incluso realidades tan complejas como la
desigualdad, la violencia y la muerte, se naturalizan y se convierten en temas
que a nadie le interesan y que simplemente, se convierten en paisaje.
El asesinato de
cuatro niños de 4, 10, 14 y 17 años de edad en el Departamento de Caquetá durante
la primera semana de febrero de 2015, y la mínima movilización social que ello
despertó, ratifican lo planteado anteriormente. Una tragedia como esa, habría
de generar en el país no sólo repudio sino respuestas de todas las instancias
públicas y privadas, y tendría que detener el transcurrir de la cotidianidad de
la nación y de sus ciudadanos. Sin embargo, más allá de los titulares de los
noticieros y de la oportunidad amarillista de brindar detalles sobre su muerte,
no se identifican alternativas tendientes a movilizar la opinión pública y
generar reflexión sobre la violencia que se ensaña con los campos y las
ciudades. La muerte de estos cuatro niños no puede ser exclusivamente un tema
de redes sociales o de repudio a través de imágenes a las cuales se les da like
o se les hace retweet. Ello debería poner en jaque nuestra posibilidad de
pensarnos como una nación viable y como un lugar en el cual el respeto por la
vida, la priorización del bien común sobre el bien individual, y el cuidado y
defensa de los niños y las niñas, tienen poco sentido y se convierten en
preguntas de segundo orden.
Mientras tanto,
sigamos movilizándonos por los bombardeos en la Franja de Gaza, por la
situación de inestabilidad en Venezuela y por la muerte de los caricaturistas
en París, o para no angustiarnos mucho más de lo necesario, hagamos carteles
deseándole a James su pronta recuperación de su cirugía o felicitando a nuestra
nueva Miss Universo por su título. Que la sangre y la muerte en nuestras calles
y en nuestros campos no nos quiten el sueño pero que el destino de nuestras
reinas, actores y futbolistas, nos pongan a contar ovejas y a apretar los
dientes. Ese es nuestro país en muchos momentos; una nación con unos ciudadanos
que vivimos y construimos, un mundo al revés.
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