domingo, 24 de agosto de 2014

Escribir para el elogio

DESDE DENTRO RICARDO PEYTAVÍ


Algunas empresas son antipáticas por naturaleza. Nos prestan servicios esenciales, pero no nos caen bien. No podemos vivir sin electricidad pero detestamos a unas compañías eléctricas que nos suscitan el mismo rechazo que las suministradoras del agua corriente o las petroleras que nos permiten movernos en nuestros coches o viajar en el transporte público. Podemos afirmar lo mismo de las grandes corporaciones internacionales. Desde las que venden comida rápida o refrescos, hasta las que nos guardan el dinero que nos sobra o nos prestan el capital que precisamos para lo que sea; al menos cuando teníamos necesidad de guardar ahorros o había posibilidad de conseguir un crédito.

Al capitalista desde siempre se le ha visto como un individuo que explota al trabajador. Ha sido así desde los tiempos de la revolución industrial aunque con un acotamiento necesario: sin capital no hubiese habido trabajo para los mineros de Gales del Sur -por ejemplo- y su vida habría sido aún más paupérrima que la descrita por Ken Follett en "La caída de los gigantes". Follett no está arropado por la intelectualidad literaria. La crítica tacha lo que escribe de literatura de consumo. Más o menos como comida basura. Hace una semana, mientras pasaba entre Lanzarote y Fuerteventura, recordé a Alberto Vázquez Figueroa y su trilogía 'Océano', 'Yaiza' y 'Maradentro'. Tres novelas que han dado a conocer universalmente la primera de las citadas islas, amén de la odisea que supuso la diáspora canaria. ¿Algún reconocimiento de la sesuda crítica literaria vernácula a la obra de Vázquez Figueroa? Ninguna. El símbolo al respecto es Rafael Arozarena y su infumable 'Mararía'. Novela sin pies ni cabeza pese a lo cual figura como un clásico de la literatura canaria. Los biógrafos de Arozarena citan como un gran mérito suyo haber sido traducido al alemán, rumano e italiano. Las novelas de Vázquez Figueroa han sido impresas en más de veinte lenguas; incluso algunas de las que él mismo considera malas a rabiar.

¿Y esto por qué?, se preguntarán ustedes si es que alguna vez se cuestionan algo sobre estas cosas. ¿Por qué el escritor canario más universal está oficialmente postergado mientras que el señor Arozarena, al que le reconozco su indiscutible mérito como poeta de andar por casa, figura como una de las plumas más significativas de las letras archipielágicas? Pues, porque en Canarias funciona muy bien un esquema simple pero eficaz: tú me citas a mí, yo te cito a ti, los dos hablamos del otro y ese tercero se refiere a nosotros de vez en cuando. Un tinglado que también existe en otros lugares y a otras escalas, si bien es en los territorios propicios a la endogamia por su aislamiento donde echa sus raíces más profundas. Al final, los nombres que llegan a los libros de texto, cuando ya se han impreso centenares -o incluso miles- de veces en los periódicos, no son los que debieran figurar por méritos propios sino los que han fomentado los mediocres de toda la vida.

He subido a los cerros de la literatura local no por pura divagación, aunque divagar tampoco es un vicio perjudicial, sino para ver desde cierta perspectiva esa antipatía natural que sentimos hacia el tipo de empresas mencionada al comienzo de este artículo. Animadversión también extensible a determinadas instituciones, como pueden serlo la Iglesia o la Administración, e inclusive a algunos partidos políticos cuyas ideas son legítimas pero aversivas para la ciudadanía en general. ¿Por qué?, vuelvo a preguntarme y a preguntarles.

Lo primero que aprendí cuando comencé a ejercer este oficio es que los periodistas están con pero no son de. Están con los políticos, pero no son políticos. Y con los empresarios, pero no son empresarios. Con los delincuentes, pero sin que deban ser delincuentes. Lo mismo que con los científicos, los escritores, los artistas y hasta los banqueros. Con todos los estratos de la sociedad han de mezclarse para conocer desde dentro, cuanto más internamente mejor, aquello sobre lo que luego han de informar u opinar, pero sin olvidar que no forman parte de esos estamentos.

La segunda deducción que hice fue un poco más frustrante. No pasó demasiado tiempo antes de descubrir que algunos temas podía tocarlos con total benevolencia de los lectores y de mis compañeros de oficio, otros dependía de cómo los enfocase para obtener ese favor o un colérico rechazo, mientras que un tercer conjunto de asuntos eran motivo de rechazo independientemente de cómo los abordase. Algo que sabe intuitivamente todo aprendiz -becario es el término al uso actualmente- que llega a un medio de comunicación: aquello de lo que debe ocuparse y, sobre todo, de cómo debe ocuparse para ser aceptado; al menos para no ser reprobado. Incluidos los personajes y hasta personajillos a los que debe entrevistar, pese a que cada vez que abren la boca pisotean el sabio consejo que un día dio Emerson pensando anticipadamente en todos ellos: bienaventurado el hombre que no teniendo nada que decir, no lo demuestra con sus palabras.

Esta es la razón primera y última de que leamos, oigamos o leamos tantas informaciones contra el petróleo, la subida de la luz, las deficiencias en los servicios públicos, la insoportable supervivencia del machismo, la persecución de los homosexuales -como si ser homosexual estuviese mal visto a día de hoy en España-, lo retrógrada que continúa siendo la Iglesia católica, el terco abuso de los patronos sobre sus empleados, lo malo que son los israelíes que matan a inocentes palestinos, la injusticia de expulsar a los inmigrantes ilegales y una larga lista. Temas todos ellos políticamente correctos y periodísticamente convenientes porque cuentan, de entrada, con la anuencia de un público adocenado durante años por una lluvia fina -ocasionalmente también por diluvios universales- sobre lo que debe pensar en aras a esa corrección política tan mencionada. Sin embargo, como decía Ortega refiriéndose a otras tramas, no es eso; no puede ser eso.

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