jueves, 8 de enero de 2015

El quinto, no matar


Por Martín Santivañez
Repugna especialmente al ser humano que abraza la trascendencia tener que contemplar cómo se banaliza lo más importante de la vida (la relación entre la criatura y el Creador) y, en su lugar, se desata la violencia más irracional, totalmente opuesta a lo que representa la auténtica religión: el logos, la solidaridad efectiva, la paz entre los hombres de buena voluntad.
Por eso, lo sucedido en París acontece cuando la Verdad religiosa, la forma más alta de conocimiento, es reemplazada por un fanatismo expansivo que rebaja cualquier atisbo de trascendencia hasta convertirla en un pretexto para la destrucción de un Occidente debilitado por el relativismo. No nos engañemos: existe una gran diferencia entre la religión construida por un puñado de mártires que nunca hicieron daño a nadie y el sucedáneo de los falsos profetas que solo aspiran a martirizar lo que queda de la Cristiandad.
No faltarán, por supuesto, los pregoneros del pensamiento progresista, los tontos útiles de siempre, dispuestos a ensayar en su fofa monserga alguna explicación sociológica al terrorismo islámico. O a minimizarlo. Tampoco escasearán los cobardes “activistas” de la posmodernidad que callarán en todos los idiomas, absteniéndose de condenar lo indefendible, aprovechando este episodio violento para dirigir su odio enfermizo al objetivo de siempre: la Iglesia de la que son apóstatas. La matanza de París y la persecución de los cristianos en Oriente comparten la misma raíz, el odio al cristianismo, la persecución a la religión que construyó la libertad de Occidente, una libertad que hoy, pobres ilusos, hemos hipotecado al rojo hedonismo y a la más absurda levedad.

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