jueves, 8 de enero de 2015

Con las armas de la libertad se puede ganar la guerra

La libertad no es natural. Es una la­boriosa y prolongada conquista de la civilización, arrebatada a los impul­sos autoritarios que la naturaleza del hombre contiene y que buscan imponerse al menor descuido posible.

Occidente ha sido, con altibajos y paréntesis a lo largo de su historia, el teatro de operaciones en el cual se ha podido plasmar en mayor me­dida que en otras partes del mundo esta visión liberal de la vida individual y de la sociedad.

Y ha sido justamente en Francia –la nación que hoy sufre el ataque simultáneo del fanatis­mo religioso y de las cavernas ultranacionalis­tas– donde se empezó a pensar en la necesaria separación de la Iglesia y el Estado y luego entre el Estado y el individuo, el pensamiento de la Ilustración que luego irradió al mundo haciendo de la libertad un emblema cultural de toda una civilización.

Esta conquista ha sufrido di­versos embates, unos terribles y espantosos, como sucedió en la época de los fascismos y el comunismo. Y logró derrotar­los subrayando su esencia libertaria, antes que cediendo a quienes clamaban por asemejarse al enemi­go para poder combatirle mejor.

“Una democracia no se define por su reli­gión sino por la libre expresión de las ideas”, dijo Gérard Biard, el redactor jefe de Charlie Hebdo, la publicación que ha sufrido el ataque, en una entrevista dada al diario español El País en setiembre del 2012, a poco de las primeras amenazas fundamentalistas, recordándonos que Occidente enfrenta un golpe a sus cimien­tos (“han asesinado a Voltaire”, ha dicho luego del atentado el sociólogo francés, tan vinculado a nuestro país, Alan Touraine).

En un mundo donde un individuo puede asesinar a otro por diferencias en sus ideas políticas, en su fe religiosa o hasta por la soberana estupidez de una camiseta de fútbol –como sucede en el Perú todos los días–, hay que enarbolar con mayor fuerza el credo de la libertad, el único modo de evitar que la oscuri­dad se pose triunfal.

Francia debe distinguir, para empezar, a la mayoría inmensa de musulmanes de su terri­torio y del mundo que profesan la paz, de los grupos terroristas que merecen toda la severi­dad penal y militar que corresponda. El inmen­so desafío de Occidente es declararle la guerra a los terrorismos sin arriar las banderas de la libertad, la democracia, la tolerancia, la justicia legal y la racionalidad laica.

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